Desde lo alto, a unos cien metros, se divisaba la silueta brumosa de la casona familiar. A la derecha, ascendiendo por la ladera, escalonadas, imaginaba, más que visualizar, las viñas secas abandonadas que se habían convertido en una frondosa maraña de hojas y sarmientos. Cerró los ojos, restó cincuenta años al paisaje y rescató el olor a fruta de la bodega, la imagen de la antigua prensa de almazara y el burbujeo del mosto que lo acompañaron en el trayecto hasta la cerca que, en el acceso principal, yacía, derrumbada, en el suelo. Qué curioso, pensó, a pesar del frío helador, la rodilla le había dejado de doler y ya no sentía el cierzo que le abofeteó la cara cuando frenó el coche y bajó la ventanilla para corroborar, sin el cristal empañado por el vaho, lo que se temía: acababa de pasar de largo el desvío. Con un gesto brusco, había puesto la primera marcha, girado el volante y retrocedido hasta la señal de cruce que, emboscada entre las ramas, no había visto.
Se sentía bien, ágil, extrañamente ligero, casi como el día en el que, tras su larga y casi obligada convalecencia, había decidido salir a la calle no sin antes mantener una discusión con su hija que, en un estado de histeria y lágrimas, le recriminó su egoísmo e irresponsabilidad añadiendo entre gritos si había olvidado su grave enfermedad,
¿quieres preocuparnos todavía más…?. Pero él, que estaba enloqueciendo entre esas paredes que no eran las suyas, tomó la firme decisión de echar el primer pulso. El segundo sería mucho más controvertido y ruidoso: regresar, después de la Navidad, a la vieja casa, herencia de su abuela y de la que, su hijita, su interesada hijita, lo había secuestrado hacía ya dos años.
Tanteó el bolsillo del abrigo e introdujo la mano sintiendo el tacto de la cinta de terciopelo rojo, ahora desgastada, que su abuela había anudado al anillo de la llave de la puerta lateral, para que no te confundas, le dijo, despistado. El recuerdo de su rostro, pálido, limpio, que contrastaba con el olor a humo gris de su ropa, lo transportaron hasta el punto de perder la noción del tiempo y del espacio y se descubrió, sin saber cómo, atravesando el quicio de la puerta de acceso a la cocina. La visión de una rama de acebo, aparentemente recién cortada, en el vano, atada a un trozo de cordel, lo desconcertó y mientras pensaba que, tal vez, algún indigente había estado pernoctando en el viejo caserón abandonado, un aroma a castañas asadas y la voz de una anciana en la penumbra le dieron la bienvenida,
acércate hijo, siéntate sobre mis rodillas ¡me tienes que contar tantas cosas! ¡hace tanto tiempo que te espero...!. El espanto le paralizó; se pellizcó el rostro una y otra vez con la mirada fija en la diminuta mujer que ahora, iluminada por la lumbre, no dejaba de sonreír.
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En el arcén, a escasos metros de la señal de cruce, el camionero gemía y temblaba. Frente a él, uno de los guardias le instaba a soplar en el alcoholímetro mientras juraba y perjuraba que no estaba ebrio, que el Audi, tras una brusca maniobra, había invadido la calzada.
A unos diez metros de la escena, un hombre, cubierto por una manta, tentaba con los dedos una llave de hierro con una cinta roja exhalando el último suspiro.